martes, octubre 17, 2006

FIEBRE DE SÁBADO EN LA NOCHE

30.000 almas vibrando al ritmo de Rock al Parque en su versión 2006.

La noche es fría y oscura, ha llovido y pronto volverá a comenzar. La calle 63 está cerrada y debemos caminar desde la avenida 68 hacia arriba para encontrar la entrada.

Una lona blanca recubre el enmallado del Parque Simón Bolívar, aunque quisiéramos no sirve de nada quedarnos afuera, aquí sólo escuchamos el eco distorsionado del metal y vemos el resplandor de los reflectores sobre el cielo, que parecen augurar los relámpagos que vendrán.

Hombres y mujeres caminan en todas direcciones, algunos con la euforia de estar próximos a entrar, otros con la de haber visto a sus ídolos. En galladas o por unidad, los rockeros se preparan para el evento que una vez al año les regala el Instituto Distrital de Cultura y Turismo, para que sean ellos, para que se conozcan y reconozcan como parte de la ciudad.

Más arriba, a unos cien metros de la entrada, aparecen los primeros guarda-correas, cadenas, riatas y todo aquello que, por descuido o por no descompletar la pinta, el metacho o punketo haya llevado y la Policía no le permita entrar; mil pesos por cuidar el cinturón y el riesgo de no volverlo a ver es el precio para entrar a la Plazoleta.

A lado y lado de la 63, los paraderos de aluminio sirven de barra para los que prefieren acabar la botella de Vodka Ivanof antes de disfrutar de los bajos y las baterías. Detrás de los paraderos, sobre la malla que rodea el Museo de los Niños y el Parque El Salitre, más de uno encaleta sus pertenencias, pero los Auxiliares Bachilleres y la seguridad del Museo se encargan del decomiso. Otros utilizan las rejas para esconder más que taches y punteras, la bareta se camufla y una bicha cuesta quinientos pesos, aunque hay descuento para grupos. “Si viene la tomba disimulen y piérdanse”, es todo lo que dice el jíbaro experimentado.

410 hombres se encargan de la logística del evento, 2.000 policías de la seguridad y más de 30.000 de dejarse llevar por los acordes y desdoblarse al ritmo del Día de los Muertos, Horcas o Koyi K Utho. Todos hacen parte de un grito ahogado audible sólo al terminar cada canción.

El escenario del lago se cierra y una multitud vestida de cuero negro y jean desteñido y rasgado se desplaza entre las sombras de los árboles para escuchar el cierre del sábado. En la plaza principal, Fear Factory hace temblar hasta al cielo y la lluvia cae sobre las cabezas de los miles que saltan y se empujan. Algunos ya han salido y se agolpan bajo los mismos paraderos que visitaron horas atrás, otros usan el puente peatonal como refugio, aunque el viento se hace cómplice y arrastra el agua en todas direcciones.

Al final, la fiebre de sábado por la noche los ha infectado a todos, pero el agua ha sabido contenerlos; después de las convulsiones y el hervor de la sangre, un baño helado calma a los melómanos que atestan las pocas busetas que van hacia el sur, las mismas que mañana, en ruta circular, los traerán de nuevo para que sigan vibrando en el parque con su rock.

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